jueves, 27 de enero de 2011

Juan Pablo II sube a los altares

El Cardenal español Antonio Cañizares ( Utiel, Valencia, 15 de octubre de 1945 ), es Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos. En este artículo, publicado en el diario LA RAZÓN, habla de la próxima beatificación del Papa Wojtyla.


Beatificación de Juan Pablo II

Wojtyla no escatimó esfuerzo alguno, incluso en la debilidad de sus fuerzas, para trabajar por la paz y la unidad entre los pueblos de la tierra

El Papa Benedicto XVI, el jueves pasado, llenó de gozo y alegría a la Iglesia, a la cristiandad entera por la esperada y deseada noticia de la beatificación el próximo uno de mayo del Papa Juan Pablo II, «el Magno». Si amplio fue el tiempo de aquel papado inolvidable, más amplia y grande fue, sin duda, su vida, su entrega, sin desmayo ni reserva alguna, al servicio de la Iglesia y de la humanidad entera, su bello y gran testimonio de santidad y de la divina Misericordia. De nuevo, tras esta gran noticia, nos ponemos a la escucha y con la mirada despierta, para seguir aprendiendo de él, cuando sea proclamado beato. Lo primero que brota ante esta noticia es un dar gracias a Dios por la beatificación próxima y por aquel fecundo y prolongado pontificado de Juan Pablo II con el que Dios ha enriquecido, bendecido y fortalecido a su Iglesia y al mundo entero.

Reiteraremos, una vez más, nuestra admiración y veneración agradecidas, y nuestro amor más hondo y sincero, por este «Pastor conforme al corazón de Dios», que Él mismo suscitó «para llevar a la Iglesia al Tercer Milenio del cristianismo».

Vivimos momentos delicados en el camino de la humanidad, se está alumbrando una época nueva, en medio de dolores de parto; nos toca vivir esta hora, la hora de Dios, «hora de la esperanza que no defrauda» (Juan Pablo II) . Necesitamos el testimonio y la luz que nos dejó Juan Pablo II, «el Magno». Sentimos la necesidad de reavivar su memoria, que llena de impulsos y de ardor interior, y de volver a rumiar lo que hizo y dijo, para proseguir fuertes, sin desmayo, el camino que el Señor nos trazó, por medio de él, como tan extraordinariamente está haciendo ahora nuestro venerado y queridísimo Papa Benedicto XVI.

«Signo de contradicción», como Cristo mismo, Juan Pablo II no escatimó esfuerzo alguno, incluso en la debilidad y escasez de sus fuerzas físicas, para trabajar por la paz y la unidad entre los pueblos de la Tierra. El ejemplo de aquellos meses últimos, en los que no se ahorró ningún dolor ni sacrificio y lo vimos con fuerzas debilitadas y frágil, fue un signo, uno de los más elocuentes y diáfanos de su pontificado.

Su gran pasión, como la de Dios tal y como se manifiesta en su Hijo único, Jesucristo, fue el hombre. Él mismo, desde el comienzo de su pontificado, definió al hombre como «camino de la Iglesia». Si hay un común denominador y una clave para interpretar a fondo el pensamiento de Juan Pablo II es su preocupación por el respeto a la sublime dignidad de la persona humana, la grandeza de su verdad y vocación que ha sido desvelada en la persona de Cristo, y el estupor y maravillamiento que entraña el hombre, todos y cada uno de los hombres. Se hizo «todo para todos» –africano con los africanos, europeo con los europeos–. Mostró de manera palpable que la fe en Jesucristo permite abrazar a todos y amar a todos, sean de la condición que sean.

La raíz de todo su actuar, de toda su persona y de su mensaje no fue otra que la fe en Dios, «palpable», en su Hijo Jesucristo, que infunde siempre esperanza en los hombres de buena voluntad, que le escuchan y siguen sin prejuicios. «Hombre de fe y de esperanza» dio testimonio de que la esperanza centrada en Cristo es la verdad de nuestro mundo. Así lo señaló él mismo en su visita a las Naciones Unidas en 1995: «Como cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo... para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad». A causa de la radiante humanidad de Jesucristo, nada hay genuinamente humano que no afecte a los corazones de los cristianos. La fe en Cristo no nos conduce a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un diálogo respetuoso. El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos por los demás, sino que nos invita a responsabilizamos de ellos, a no excluir a nadie. Por eso, desde el inicio de su ministerio papal, pudo decir a la humanidad entera: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡Abrid las puertas a Cristo, abridlas al Redentor del hombre. Sólo El sabe lo que hay en el corazón del hombre!». Todo su pontificado es como una invitación a este abrir toda realidad humana –la familia, la política, la cultura– a Jesucristo, a quien «nadie tiene derecho a expulsar de la historia de los hombres», porque Él, «Camino, Verdad y Vida», tiene que ver con todo hombre y con todo lo que le afecta. Nada humano le es ajeno. En Él está la esperanza. En Él tenemos la escuela para hallar el verdadero, el pleno, el profundo significado de palabras como «paz, amor, justicia». «Solo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre!». Por ello, el mismo Juan Pablo II diría, en su penúltimo viaje a España: «Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado, olvidando la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana. ¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida política!».

Juan Pablo II fue un Papa abierto al futuro, lleno de esperanza, que alentaba la esperanza de este mundo. Que él nos ayude en esta hora crucial y difícil de nuestra historia.


Antonio CAÑIZARES, Cardenal
LA RAZÓN

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