La derrota de la llamada ley Sinde ejemplifica la carencia de rumbo del Gobierno: la Ley de Economía Sostenible debía ser el buque insignia de la legislatura. Sin embargo, todo el protagonismo ha sido para una disposición adicional que pretende regular la propiedad intelectual en Internet y que ha encallado en el Parlamento. El Gobierno se está quedando sin una política propia que defender y, a medida que su imagen se va deteriorando, las alianzas parlamentarias son más difíciles y más caras.
El grupo socialista ha querido salvar con una ofensiva negociadora de última hora lo que ya había perdido por su indolencia. Y se ha asustado cuando ha visto que los costes del mercadeo hubieran sido tan altos que les efectos habrían sido peores que la derrota parlamentaria. Pero este fracaso es ilustrativo de los límites de una manera de hacer política, cautiva de las élites político-económicas, que aleja a los gobernantes de la realidad. El Gobierno se vio impelido a redactar esta norma por las presiones de siempre: de la industria cultural, del grupo de artistas abajo firmantes que son amigos de la paz y de Zapatero, pero sobre todo de ellos mismos, de las agresivas prácticas (según generoso eufemismo del embajador de Estados Unidos) de la SGAE y, como han revelado Wikileaks y González Sinde, del propio Gobierno americano y de algunos vecinos europeos. Y se ha encontrado con el lío en Internet y con los demás partidos pensando que, por lo que les queda a los socialistas gobernando, mejor no correr el riesgo de la impopularidad.
Internet, en particular, y las tecnologías de la información, en general, suponen un gran cambio en el modelo económico y su regulación no se puede despachar con prisas y a golpe de presiones sino que requiere un debate social serio. El Gobierno no ha sido capaz de abrir la reflexión necesaria, porque está desbordado por la situación económica y porque en la democracia española los partidos siempre han rehuido los debates públicos, salvo que hayan sido impuestos por la ciudadanía. Internet es la expresión de una nueva mutación del capitalismo, y es evidente que necesita regulación, no sólo para proteger derechos de propiedad intelectual sino también para defendernos de los abusos del poder político y del dinero.
A la hora de ponerse a legislar, el Gobierno, en vez de tratar de entender lo que es un nuevo modo de producción y distribución, se ha sacado una ley que es antigua porque razona conforme a un estadio del sistema económico que ya está siendo superado. Durante la fase anterior del capitalismo, la industria cultural ha funcionado a partir del esquema siguiente: un autor vende los derechos de su obra a un productor que después la venda a un distribuidor y este al consumidor, formándose en este proceso el precio del producto, del que las distintas partes se benefician. En la economía de la contribución este esquema está periclitado. Este es el punto de partida desde el que se deben plantear tanto las reformas legales como la reconversión de las industrias culturales, que viven una crisis característica de un momento de gran transformación de los medios de comunicación. El Gobierno ha preferido legislar como si nada hubiera cambiado. Y, por la presión de los que viven mal el cambio de modelo, se ha dejado las cautelas por el camino, convirtiendo, en la práctica, el cierre de una web en una decisión administrativa. Con lo cual ha permitido que hasta el PP se pudiera poner estupendo pidiendo más garantías judiciales.
Es evidente que hay que asegurar las formas de retribución de los creadores y de los productores, aunque también habrá que encontrar las fórmulas para que los herederos de un artista no vivan setenta años del cuento.
Pero los actores de la Red no están acostumbrados a las imposiciones y además tienen un don, el de la ubicuidad, que hasta ahora, aparte de Dios, sólo tenían las multinacionales, que les permite estar en varias partes a la vez y así esquivar los golpes. La regulación de la Red no puede ser un debate tan simple como el que algunos plantean: propiedad intelectual sí, propiedad no. Esta es la postura de los defensores del statu quo vigente, por un lado, y de los ilusos libertarios, por otro. Regular la Red, sin estropear lo mucho de bueno que tiene, es más complicado. Y desde luego el camino no es criminalizar a los niños y a los jóvenes que entran al mundo por esta ventana.
EL PAIS
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