Sakineh y la batalla de los símbolos
Bernard Henri-Lévy
La campaña de desprestigio emprendida por las autoridades iraníes contra Sakineh Ashtianí, además de aterrorizar a la víctima, trata de ridiculizar a Occidente y de poner a prueba la firmeza de la opinión pública
Esta semana hubiera querido repetir por qué Marine Le Pen no es menos radical que su padre, sino infinitamente más peligrosa. O por qué Jean-Luc Mélechon es la mejor carta de Sarkozy, pues es el mejor medio, llegado el momento, de debilitar a su adversario y de eliminarlo -como a Jospin- de la segunda vuelta de las presidenciales. Hubiera querido tratar a fondo el extraño asunto Wikileaks y todas las cuestiones políticas y filosóficas que plantea u obliga a plantear. Pero esperaré para hacerlo. Habrá otras ocasiones y, por tanto, esperaré, pues no puedo dejar de volver, una vez más, sobre el caso Sakineh y sobre la alocada semana que acabamos de dejar atrás.
Primero llegó la falsa noticia de su posible liberación, que, en unos minutos, recorrió todas las redacciones, invadió los medios de comunicación del planeta -tanto escritos como audiovisuales- e inflamó la blogosfera. El que en La Règle du Jeu olfateáramos enseguida la trampa no es el problema (ni tampoco es especialmente meritorio, dada la red de informadores, blogueros y twitteros iraníes que hemos conseguido "monitorizar" desde hace un año en torno a Armin Arefi). El problema es la barbarie del procedimiento. Su insondable crueldad. Es ese arte consumado de dar una de cal y otra de arena, de dosificar el terror y la esperanza, en el que los iraníes, como todos los totalitarios, se están convirtiendo en maestros. Los nazis hacían simulacros de ejecución. Ellos organizan simulacros de liberación. Pero, en el fondo, es lo mismo. Con un triple objetivo. Aterrorizar a la víctima -imagino que fue el caso-. Ridiculizar a Occidente: "allá donde hay cabrones, siempre hay tontos; nosotros tal vez seamos unos cabrones, pero ustedes seguro que son nuestros tontos útiles" -desgraciadamente, se trata de un mensaje recibido-. Y, sobre todo, poner a prueba a la opinión pública, tomarle la temperatura, comprobar si aún nos sentimos concernidos por el asunto o si nuestra versatilidad legendaria ha dado cuenta de nuestra pasión y ya hemos pasado a otra cosa; y aquí, en cambio, el resultado no ha sido el esperado, pues la reacción a la noticia, la ola de emoción que ha recorrido el mundo, ha tenido al menos el mérito de demostrar que la movilización no se ha debilitado.
Después llegó, y esto fue más abyecto aún, la verdadera falsa reconstrucción del asesinato del marido, difundida en la cadena de televisión iraní destinada al público extranjero en general y anglosajón en particular. En ella se veía a Sakineh entrando en escena al son de una música melodramática. Luego se acercaba a un armario de cocina del que sacaba una jeringa que llenaba con un líquido extraño. A continuación se la veía inyectárselo a un cuerpo tendido, que simulaba dormir, en el que se reconocía fácilmente la silueta de Sajad, su hijo. La ignominia llegaba a su culmen. Cuesta imaginar -o, por el contrario, lo imaginamos demasiado bien- qué "argumentos" debieron de emplear para hacer que el adolescente desempeñase así, en una puesta en escena destinada a confundir a su madre, el papel de su padre muerto. Pero, una vez más, la maniobra ha fracasado. Se trataba de desacreditar a Sakineh. Se trataba de decirnos: "Ustedes creen defender a una víctima, a una madona de los derechos humanos, un icono, cuando en realidad se trata de una criminal". Salvo que, en este terreno, los iraníes aún tienen que tomar algunas lecciones. La próxima vez tendrán que producir imágenes más convincentes que este docudrama grotesco que no consigue hacer olvidar ni sus entresijos ni todo lo que se adivina "fuera de campo". Y más teniendo en cuenta que cierto número de signos (la voz, su silueta, ese lunar nuevo sobre la mejilla, la nariz, el hecho de que hablase un persa impecable, cuando Sakineh, que es azerí, domina mal la lengua oficial del país) sugerían que se habían buscado una falsa Sakineh para, excesivamente maquillada, con las cejas hábilmente depiladas y una sonrisa pícara en los labios, hacerle representar el papel de la verdadera. Lamentable. Diabólico, pero lamentable.
A estas alturas, y aunque el despliegue de estratagemas destinadas a desacreditarla no ha tenido el efecto esperado, es evidente que las autoridades iraníes han hecho de Sakineh el objetivo de una batalla que va más allá de su modesta persona. ¿Por qué? ¿Con qué finalidad? ¿Y qué sentido tiene este misterio de iniquidad que convierte a un ser simple, inocente en todas las acepciones de la palabra, en la apuesta de este pulso planetario? Cuando llegue el momento, tendremos que plantearnos esta pregunta y darle respuesta. Por ahora, la realidad es esta. Hemos hecho de ella un símbolo. Y ahora tenemos que ganar, sin más demora, esta batalla de símbolos. Porque, según la misma justicia iraní que, con ocasión de su proceso, hace cuatro años, la declaró libre de toda sospecha, Sakineh no tiene nada que ver con el crimen que hoy intentan cargarle para derrotar a Occidente. Y porque detrás de su rostro, su verdadero rostro, no el de las marionetas que nos presentan en su lugar, está esa noche iraní en la que decenas, tal vez centenares, de mujeres son víctimas de la misma injusticia que ella y en la que las demás, todas las demás, son tratadas como cosas, menos que nada, animales, y por eso se rebelan. Las mujeres son la imagen del Irán fanático y oscurantista de hoy. Pero también son su futuro.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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